Como cuando a un niño le dan un
caramelo y justo antes de que se lo pueda comer, se lo quitan. Como una
estrella luminosa que se va apagando, siempre luchando por brillar. Como un
atleta que busca llegar a su meta pero nunca aparece. Así me siento.
Desconcierto, vértigos, pequeña agonía. Una indigestión de desilusiones e
interrogantes que se clavan por dentro haciéndose más grandes cada vez. Siempre
me pasa igual y acabo sin entender nada.
Un día, sin pensarlo, aparece algo
que crees que vas a estar a punto de disfrutar, conocer, explorar, pero a su
vez y sin darte cuenta llega ese violento viento que te da en la cara y que
frena ese remolino de entusiasmo y emoción y yo, me vuelvo a quedar con la miel
en los labios. Me quedo con las ganas de poder dar más de mi, de poder demostrar
que hay algo importante por lo que luchar. Mis anclajes no pararon tus
instintos ni los míos tus palabras. Yo no quiero ni pido velocidades, ni llamar
a las cosas con nombres, solo ver qué depara y qué trae el presente, el futuro.
Me gustaría poder estar
hablando de cosas más alegres y bonitas como risas cómplices, atardeceres en el
Palacio Real, poderes que no existen o miradas que brillan. Podía estar
idealizando un futuro irreal de viajes, coches y habitaciones que compartir.
Pero ya ves, parece que este mundo juega conmigo de una forma irónica.
Y aquí me encuentro yo,
entre el tiempo y la asimilación, la esperanza y la paciencia intentando callar
mi instinto. Esto es el sentimiento. Probablemente me guste arriesgar, pero si
hay algo valioso por lo que mantenerse... ¿Por qué no hacerlo? Quizá sea
demasiado inocente creyendo que simplemente dejándome llevar encontraré la
felicidad y pensando que esto solo puede ser un principio de dudas que acaba
con un gran final de certeza.