jueves, 6 de febrero de 2014

La mañana es una fiesta en la que hay que entrar desnudos.

¿Por qué el cielo está más azul? ¿Qué le has hecho? ¿Por qué ya el aire no parece tan frío, ni las noches tan silenciosas? ¿Qué pasó con los diciembres tristes y las tardes melancólicas? ¿Por qué hora los días son tan brillantes y las palabras tan sinceras y poderosas?

Esa sensación de creer que nada malo puede suceder, esa. La de vivir en una burbuja tan resistente y perfecta que crees que nunca podrá romperse. Porque cuando los anocheceres tienen nombre no importa si estás en el pozo más oscuro y mugriento o sobre la montaña más alta y luminosa. Sientes que no hay razones por las que mirar atrás y mucho menos razones por las que lamentarse no estar en otro lugar o en otro posible futuro. Porque aunque me intente convencer de que existe la suerte, prefiero creer en las circunstancias, es decir, en los accidentes que ocurren en el tiempo y están unidos a la vida de alguna manera.


Me gusta creer que es posible, por ello quizás cada vez soy más paciente conmigo misma y prefiero pensar que lo mejor está por llegar, que siempre puede haber algo mejor, algo por lo que mejorar. Pero cuando de mucho en mucho tiempo te ves envuelto, rodeado y atrapado en una inmensa energía positiva, deslumbrante, llena de casualidades y felicidad, no consigo evitar que aparezca una sonrisa en mi cara. Y te preguntarás por qué. Todo es tan sencillo, simplemente apareció.  

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